Y la puerta siempre está abierta para el hombre justo que llama a ella, y nosotros, invariablemente, damos la bienvenida al recién llegado; solo que, en lugar de ir nosotros hacia él, él tiene que venir hacia nosotros.
Más que eso: a menos que haya alcanzado aquel punto en el sendero desde el ocultismo desde el cual retorno resulta imposible por haberse comprometido irrevocablemente con nuestra asociación, nosotros nunca le visitamos, ni siquiera cruzamos el umbral de su puerta apareciéndonos visiblemente – excepto en casos de vital importancia.